Porque la vida, los males, los errores, la desidia
de terceros y quizás el destino que no es como se quiere del todo, nos separó
sin darnos ese adiós que nos merecíamos.
Palabras para ahijado: Y no puedo pedirte que vuelvas porque –también entra
el quizás- estés en donde debes estar para tu vida consolidar.
Recuerdo cuando tu mamá me dijo que si yo quería ser
tu padrino, porque veía en mí la diferencia, responsabilidad y cariño que
ningún otro en los alrededores tenía.
Me hinché cuan globo aerostático y al cielo toqué
porque llegaba a mi, mi primer ahijado. Una responsabilidad que Dios enlaza en
acto sagrado.
Lloré de la emoción y ese día como nunca aprendí que
las lágrimas sólo son amargas cuando uno así las hace. El dulzor de un niño
llegó a mi vida.
Ese año, la primera Navidad de ahijado y padrino, el
Niño Jesús llegó en mi casa. Una bicicleta y un camión te sacaran una sonrisota
que aún destruye mis malos ratos y tristezas.
El día de tu bautizo, luego de años de espera por
razones que no nos separaron, sino que nos unieron más porque ya éramos
familia, escuché decir que eras la responsabilidad que la vida asigna para
demostrar amor más allá de la sangre.
Yo ya lo sabía, lo vivía y lo refrendé. Cuando te
abracé ya bautizado, con tu carita seria y tímida pero siempre afable y
respetuosa, no tuviste de otra que hacerme más feliz.
Ya desde tus quince años comenzaste a trabajar para
ayudar a tu mamá y hermanito y salir de un hogar disfuncional. Fuimos a pedir
el permiso del trabajo, me preguntaron que si yo era tu papá y respondiste, ¡es
más que eso!
No sé cómo no lloré en ese instante, quizá porque mi
alma estaba en el cielo bailando sones que desconozco pero son tan felices y
risueños que danzar se hacía necesario.
Mi niño grande ya trabajaba. Vendía chicha con uno
de sus familiares. Diestro, hábil, respetuoso, honesto a más no poder.
Me obsequiaba chicha y se molestaba si se la negaba.
Una vez lo hizo ante la dueña y ella le iba a reclamar, él le dijo algo y ella
sólo dijo, ¡mmm es usted! Y ella consintió mi trato y el obsequio de chicha.
Yo iba a verte siempre, más que a cuidarte, a consentirte.
Y te daba pena, porque la humildad te
brotaba.
Además, era un espectáculo verte atender. Y yo, contento porque la
vida me dio tu presencia.
¡Llegó el día de tu graduación!, un día que me perdí
en el acto pero no la pizza y celebración.
Porque a pesar de trabajar, cocinar,
arreglar tu hogar y jugar básquet, estudiabas y no aflojabas.
Decidiste irte a la Marina. Tanto que hicimos y no
te aceptaron porque ellos son así, se pierden a lo mejor.
Te perdieron mi niño,
te perdieron y punto.
Luego dijiste que no querías carrera técnica ni
licenciatura, que lo tuyo era lo técnico y querías reparar electrodomésticos
grandes y pequeños.
Una caja de herramientas, un martillo, un
destornillador y un alicate te conseguí, porque ese era mi regalo para ahijado de lujo que tengo.
Porque si eso querías hacer, en algo te
debía ayudar. Y me diste un abrazo de adulto cariñoso que te juro, quiero que
me lo vuelvas a dar.
¡Ah, no se me olvida!, la ocasión que me pediste
“prestado” dinero para invitar a una joven a salir.
No podía yo sentirme más
honrado no de darte el dinero –dizque prestado-, sino de hablarte de
responsabilidad, amor, sexo y consecuencias.
Como me enseñó mi padre, como yo aprendí, como
supongo debe ser el amor, como sé que es el respeto, a como entiendo a la vida
y sus bemoles.
Y tú escuchaste atento. Sea lo que sea que pensaras, escuchaste respetuosa y afablemente atento.
Pero llegó el vacío.
Ese vacío que yo mismo provoqué porque estoy seguro
que en alguna de nuestras conversaciones dije “si alguien te dice que no son
dolorosas las despedidas, dile a esa persona, que se despida”.
Y no te despediste, porque sabías que me iba a
doler. Llegaste a Perú y allí trabajaste vendiendo muebles, de mesonero, de
vendedor de zapatos.
Y hoy que la pandemia nos ataca, trabajas haciendo
delivery por calles que no eran tuyas y ahora deben ser.
Donde no consigues
tantos rostros amigos. Donde la identidad te hace falta.
Estás donde te llevó el destino impulsado por el
mal. Estás lejos de mí, y sí, soy mezquino, me duele y aunque te lloro, trato
que las lágrimas sigan siendo dulces.
Porque estás vivo, porque eres tú mismo, porque no
has decaído, porque estás sano, porque…te quiero demasiado mi niño.
Y no imaginas cuánto necesito tu abrazo. Pero más
necesito que estés contento.
La vida me dio un hijo único en ti y te puso
lejos. Y sólo me quedan un par de fotos y tu rostro en el cielo.
Y ese mensaje que me enviaste diciendo, “estoy bien, padrino, yo también lo quiero,
quédese tranquilo que usted sigue siendo mi papá distinto”.
No
sabes cuánto te extraño, Anthony Oneiver. Vivo con esa alegre tristeza de saber
que está feliz alguien que se me fue por su bien a otro país.
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