Saldríamos de noche,
cuando el sol se haya desvanecido y la ciudad se ilumine con un millón de
pequeñas estrellas artificiales.
Pensaría en un café, no
uno cualquiera, sino uno con mesas de madera desgastada y un aroma a canela que
lo impregna todo.
O tal vez un parque, de
esos que esconden bancos solitarios entre la sombra de los árboles, perfectos
para una conversación en voz baja.
Cada vez que te veo, mi
mente traza un mapa de posibilidades algo infantiles e inocentes, pero todas
bonitas, y de momentos que podríamos compartir.
Me imagino caminando a tu
lado, la brisa de la noche moviendo tu cabello, y yo, buscando las palabras
adecuadas para decirte lo mucho que aprecio tu compañía.
Visualizo tus risas, tus
gestos, la forma en que tus ojos brillan cuando hablas de algo que te apasiona.
Pero entonces, el miedo
se apodera de mí. Un miedo invisible y paralizante que no tiene nombre, pero
que se siente como un peso en el pecho.
Me pregunto si estoy a la
altura, si mi propuesta es lo suficientemente buena, si mis palabras no sonarán
torpes y sin sentido.
Y en un instante, todo lo
que he imaginado se desvanece en el aire, como un sueño que se olvida al
despertar.
El "no" es un
fantasma que me persigue. No es un simple rechazo, es una pared que me impide
avanzar, un final abrupto a una historia que ni siquiera ha comenzado.
Es el miedo a la
decepción, a la vergüenza, a la idea de que quizás no estamos destinados a
caminar juntos por ese parque o a compartir una taza de café en ese rincón con
encanto.
Y así, me quedo en
silencio, observando desde la distancia, con el corazón lleno de palabras no
dichas y la esperanza de que, algún día, el valor venza al miedo.
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