Escucharte
y ser escuchado me brindaba esa paz y dignidad que se busca en la épica de la
vida; fuente de energía y recogimiento.
Tu voz
fuerte, clara, directa pero siempre serena, acompañada de una mirada directa y
una sonrisa amena, capaz de quitar las dudas y apaciguar las furias.
Tan humana
y en ocasiones, trémula, siendo una niña incluso ya consolidada como una gran
mujer. En aquel tiempo yo no lo entendía, pero luego supe que lo que vía, era
la redención de mí existencia.
En ti
había aprendizaje, ternura, decisión, y siempre unas ganas de encender la
chispa que incluso llegaste a ver apagada. Y al hacerlo, la ignición también
encendió la mía.
Nunca
te dio temor dar el primer y segundo paso. Sabías siempre que hacer y eras
recatada al momento de decir las cosas, una ecuanimidad que me inspiraba
confianza a más no poder.
En aquel
tiempo me sorprendía tu desparpajo sin que fuese falto de pudor. Era solamente
la forma de cumplir con lo que deseabas, sin daño para ti ni para nadie, fiel
reflejo de aquello sobre “vive y deja vivir”.
Una mirada
pícara y que decía tantas cosas buenas, en aquel tiempo yo suspiraba complacido
de saber que me mirabas y de ello están pincelados los murales de mis mejores
recuerdos.
Cuando
expresabas tu sentir y querías controlar todo, no para dominar, sino para
evitar la anarquía y dar buen marco a la espontaneidad, me sonreía por dentro,
ya que había encontrado en ti un alma gemela, alguien en la misma sintonía.
En la
intimidad del ser y el estar, jamás fracturaste tu misma esencia y eso siempre
fue el sello irrompible del respeto que te sigo teniendo como en aquel
entonces.
Como
una humana -no cualquiera-, te molestabas y defendías tu posición cuán fiera,
pero solamente si la razón y los argumentos
válidos te asistían. Cualquier error lo reconocías y en tu molestia, cabal te
mantenías y a la contraparte jamás herías.
Noté
miedos e inseguridades y de igual manera surgías porque sabías que esa también es
una motivación y energía que sólo quienes sacan fuerza de la flaqueza, logran
sobreponerse.
En aquel
tiempo no entendía por qué en ocasiones dejabas la mirada en lontananza, el
oído en los susurros y la mente como tu caparazón. Luego comprendí que tus
tristezas y problemas eran tuyos y dentro de ti ejercías la más hidalguía de
las batallas.
Enfrentaste
la ignominia de un amor que dijo serlo todo y sólo fue una llegada y un adiós;
que pasó de alguien maravilloso a una etapa que tiene mil velos de la tela más
fuerte y oscura para jamás volverlos a exhibir y seguir sin mancha ni falsa
esperanza, tu valioso transitar.
Formarte,
leer, compartir, ser y estar, para los tuyos y para ti, es tu resiliencia, la sinergia
que muchos buscan y no saben transmutar, pero lo lograste y sigue siendo tu
marca permanente de una persona que no se dejó amilanar.
Veías
al mundo en su dualidad y sacabas entre lo mejor y lo peor, el aprendizaje que
te enseñaba a saber dónde y cómo pisar; para que tus huellas siempre fuesen
dignas de seguir y no para perderse en un camino minado.
Sabías
ver los problemas y conflictos propios y ajenos y acompañarlos de soluciones o
reconciliaciones, pausas o taimas para enfrentarlos en caliente con la mente en
frío. Al día de hoy, sigo emulando tan bello y equilibrado ejemplo de
aprendizaje.
En aquel
tiempo me fascinaba contigo y me preguntaba sí era amor, admiración o estar
embelesado y alegre de compartir con alguien tan completa como tú en todo
sentido.
Al día
de hoy, sigo pensando que era eso y más. Deseando aunque no te lo diga, que
volvamos a vivir en aquel tiempo que era de los dos y nos hacía tanto bien.

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