martes

Con el Peso en las Alas


Dedicado a mi amigo Gustavo Guillén y su familia


No hay que temerle más que al miedo mismo. Y temer a cada instante del alto vuelo al descender no es la vida que me pinté en mis cavitaciones infanto – juveniles, ni la que querían mis padres, ni la que en los momentos de adultez ligadas con bohemia hablé como un loco que le aúlla a la luna nada más para acompañarla en las noches donde su brillo puede llegar a competir con el de las luciérnagas.

Ese temor a que el trabajo pase de “salario” a menos que sal y arena, que la comida no me alimente porque ya estoy pensando qué comeré luego. De haber borrado tantos gustos y placeres que quizá podrían decir los más acérrimos críticos sean necesidades impuestas tal cual marcan los estudios de sociología. Pero, ¿a quién dañaba yo con lo que bebía, comía, a dónde iba y con qué me divertía?, a nadie. Mucho menos cuando ese dinero se hacía ayuda al prójimo y ni me molestaba en cobrarlo, porque simplemente ayudar es no hacerse usureo y el dinero es lo más volátil que hay, eso que no te cambia, sino que hace que muestres quién eres en realidad.

Tal es el peso en las alas que me hace temer que no despegue, que me canse de aletear, que caiga en el huracán de los sinsabores, viendo en torno a mí rondar a mi familia querida, sus respectivos futuros, a la gente que aprecio, a mi hogar. Quizá vea cosas, pero ellas se pueden reponer mientras cuide la salud de mi cuerpo, mente y alma para seguir labrando.

Y es tal la tarea labriega de improbable en mi terruño, donde uno se siente como el niño que escribe en la arena y viene la ola indolente a cumplir su ciclo y con el mismo, llevarse las letras de una historia que escribo con mi trabajo, dedicación y personalidad.

Eso me decide a despegar nuevamente  en búsqueda de donde arar, con dificultad porque es tierra ajena y siempre habrá el natural que verá con recelo la presencia del fuereño, aunque sean menos que los buenos que sí te recibirán y apoyarán, esos dolidos siempre hacen ruido y consiguen eco, sabrá el cielo por qué.

Ni una micra de facilidad le veo, pero sí de factibilidad de tener esa vida que de niño les vi a los adultos que hoy son mayores que yo o no están. Amoldado a los tiempos modernos, sin que me impongan necesidades ni costumbres obligatorias ni ideologías ni querellas.

Sólo así podré batir las alas y surcar el cielo de la vida cerca de la tierra, aunque no sea la misma donde nací, me crié, aprendí, me forjé. Pero sí no la dejo por un rato en físico, mis últimos aleteos serán en un vuelo directo a adentrarme a altamar para morir cuán albatros.

Mente y corazón acá se quedan porque de ellos se construyó esta tierra por siglos, basados en el suelo bendito que Dios nos dio. Despegaré para quitarme el peso de sentir que aleteo y no despego, que tengo las alas rotas o que el engrudo del petróleo se adhirió a mí y no me deja sino cabizbajo, atrapado, maniatado y burlado por quienes siempre quisieron embarrarme del mismo como forma de vida y no vieron más allá o sólo observaron su futuro.

Ese lastre lo lleva mi tierra e irónicamente uno debe salir de ella no sólo para valorarla, sino para ayudarla, para que combata la mugre que ataca corazones, conciencias, sensaciones. Que hace que cada familia tenga menos polluelos o los que tenga los mal alimente, que de la salud hacen una trampa mortal de la cual es difícil salir bien librado, en que los nidos son difíciles de conseguir y de cuidar, donde para ver lo bonito del horizonte, amaneceres y atardeceres, ríos, playas y montañas, hay que sacrificar mucho para sonrisas que tendrán titubeos.

Hoy vuelvo a despegar a nuevos horizontes y destinos duros pero no crueles ni frustrantes, al menos espero. Hoy por igual digo que tal como me voy porque me es necesario, volveré porque mi tierra siempre me será más necesaria.

Y las alas estarán libres y el vuelo de la vida será placentero.


Argenis Serrano

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