¿Cuántos poemas, prosas o cartas de amor no se han escrito
para describir el sin fin de emociones que se viven en la playa?
No lo sé. Pero todos me son débiles porque en ellos no estás
tú.
El mar a la orilla de Playa Delfines, fue testigo de cómo te conocí, sollozando por aquel que te dijo
amarte y te mintió mintiéndose a sí mismo, ya que creyó que ganaría libertad,
cuando lo que obtuvo fue la peor de las condenas: Perderte, cuando todo de ti,
tenía.
Se casó contigo en una hermosa boda playera; viste al cielo
de su mano…y te dejó caer inmerecidamente. Dejándote con un montón de dudas e
inseguridades impropias de ti e impropias de cualquier buena mujer.
El día que te conocí, estabas extendida muy a la orilla. Tan
sólo para que cada ola que llegara enjugara a tus lágrimas que por él brotaban
sin ser dignos.
Y las olas se dieron cuenta de que ese dolor que tenías debía
ser llevado no por ellas, sin por una nueva ilusión. Al menos yo lo quiero
imaginar así, quizá por la mezquina sensación humana de ser el afortunado en
reavivar tus ímpetus y activar al indómito oleaje de tu corazón.
Me senté lejos de ti, no mirándote, porque eso no es lo que
se le hace a una mujer de verdad. Yo estaba admirándote y desde entonces, no he
parado.
Te juro que me costó mucho sacar el valor para poder
acercarme y no lo habría hecho de no haberte visto entrar al mar…como con ganas
de más nunca salir.
Sin ser salvavidas y arriesgándome justificadamente por ti,
me adentré a la mar. Forma inusual y no la más deseada de tomar por primera vez
tu mano. Por fortuna el oleaje de Playa Delfines es bastante sereno.
Llorabas y exclamabas su nombre. Te preguntabas entre gritos
el por qué vivías esta situación. Me pegabas pidiendo dar fin a tu sufrimiento
en las verdiazules aguas del mar.
Cuando el oleaje se llevó tu ira y sollozos y trajo a ti
nuevamente la calma, sentados en las blancas arenas de la playa, quedaste
silente, tanto que ni preguntaste quién era yo, ni agradeciste, sólo veías al
mar pero sin ese brillo de desespero que se tiene cuando el dolor nos embarga.
Te serenaste y me tomaste la mano, esta vez con verdadera
calma, mucho mejor de lo que yo hubiere soñado. Asintiendo con la mirada me
dijiste todo, te levantaste y te fuiste.
Días después en aquella misma playa…
Como toda historia de destino, nos volvimos a encontrar y
precisamente en ese marco natural. Paseabas con tu vestido de baño blanco, un
sombrero y hasta jugueteabas con la arenas en tus pies.
Nuevamente no supe cómo acercarme a ti. Y el valor se quedó
estático al ver que te acercaste a mí.
Me levanté dispuesto a ser amable como un amigo, cuando mi
energía era toda de un hombre enamorado.
Tus palabras de agradecimiento fueron pocas, pero llenas de
una sinceridad enorme, enmarcadas en lo melodiosa de tu voz.
Comentaste que el divorcio ya había salido y que todo
vestigio de él estaba por salir, mucho más rápido de lo que pudo entrar.
Me alegré porque lo vi como una oportunidad. Al intentar
hablar, me abrazó, colocó su dedo en mis labios y me dijo.
¡Gracias por devolverme el don de la vida; es una nueva
oportunidad para recomenzar que no voy a desperdiciar!, ¡Encontré al hombre que
me ayudará a salir de mi dolor, ese amor que no quise ver y que cambié eligiendo
mal!
Sí, otro era el afortunado. El mezquino de mí, ese que la
quería a mi lado para ser el hombre más dichoso del mundo, había sido
desplazado, desde antes, así como el afortunado fue desplazado en su momento
por aquel desgraciado.
Sonreí como es debido, porque le vi feliz, tal cual yo para
ella hubiere querido. Se despidió y allí, quedé viendo al mar.
Y no, no fue para sucumbir como ella lo hiciera en su
momento. Sólo pregunté a ese majestuoso mar desde la playa, si acaso pasé la
prueba de honor y dolor. Y si habría una nueva oportunidad de amor, amparado
por sus aguas, arenas, sol y palmeras.
Sigo asistiendo a ese lugar, esperando la respuesta.
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