Autora: Aglaia Berlutti
La palabra surgió en mitad
de la conversación de manera inesperada. Me refiero a que, nadie estaba
hablando de sexo ni mucho menos. Conversábamos de cualquier otra cosa de hecho,
esas conversaciones generales que quedan bien en cualquier parte. Y de pronto,
alguien dijo la palabra “masturbación” y todo el mundo guardó silencio.
¿Tensión? no lo creo. Todos éramos adultos rebasando la treintena, así que dudo
que a alguien pueda sorprenderle escuchar aquello. ¿Humor? podría ser.
Escuché
risitas nerviosas y varios de los presentes intercambiaron miradas burlonas.
Pero en realidad, ninguno de los que estábamos allí, supo porque la palabra
impuso ese breve fragmento de desconcierto. O quizá sí y por eso, nadie dijo
nada en un par de significativos segundos. Porque la masturbación es el secreto
más viejo de toda cama, de cualquier hombre o mujer sexualmente activo y
también de los que no lo son. Porque la masturbación pasó de ser un mito
susurrado a una especie de espectáculo silvestre que demostró – y demuestra –
el poder del sexo: esa necesidad del placer por placer, de la satisfacción sin
culpas y sin otra intención que de explorar la sexualidad con absoluta
libertad.
Escuché la palabra
masturbación siendo una niña y no la entendí. En realidad la leí en la novela
Emmanuelle de la autora Emmanuelle Arsan, que me había robado del anaquel de la
biblioteca de mi tío que se suponía yo no debía saber. Era una edición hermosa
de la novela, de la vieja colección “La Sonrisa Vertical” de las que muy poca
gente se acuerda. El caso es que comencé a leer la novela sin saber de qué se
trataba y me sorprendió lo que encontré en ella. Tenía alrededor de doce años y
no tenía mucha idea sobre sexo ni tampoco una desmedida curiosidad sobre el
tema. Lo normal, supongo. Los besos en las películas. Los besos de las parejas
de adulto que conocía, pero intuía que había algo más.
EL SECRETO, digamos, que
parecía flotar en las conversaciones de mis primas mayores y adolescentes que
no se terminaban si yo estaba presente y en las escenas de mis películas
favoritas. Me intrigaba que pasaba entre el beso apasionado y la escena de la
pareja, tendida semi desnuda sobre la cama. ¿Qué ocurría que justificara esa
expresión? ¿La respiración agitada? ¿La piel sudorosa? ¿La sensación de un
secreto bien guardado entre dos pieles? Pasarían algunos años para que viera
por primera vez una película porno y unos años más para que yo misma viviera la
experiencia, pero a mis diez años, la idea me sobrepasaba, me electrificaba.
Quería saber.
Eran tiempos sin internet
o al menos yo no tenía mi casa. Yo tenía libros. De manera que me robé uno de
los misteriosos libros del peldaño superior de la biblioteca y comencé a
leerlo. Y no me respondió todas las preguntas claro, pero si me dio algunas
otras. Porque la primera gran escena sexual de Emmanuelle es una larga,
exquisita y sensual masturbación que disfruta la protagonista en pleno vuelo
transatlántico hacia Paris.
Por supuesto, tampoco era
del todo inocente al leer por primera vez sobre el tema. Uno escucha uno que
otro comentario, donde “no debe” tocarse y donde “si deberías pero cuando seas
más grande”. Y también te has tocado probablemente, contra todo consejo,
amenaza y temor. La sensación te confunde, te asusta un poco…pero no lo
suficiente para no volverlo a hacer. Te preguntas que está ocurriendo y si
estás haciendo alguna cosa “anormal”. Pero no te lo parece tanto. Porque la
sensación es buena…más que buena es distinta, dura de comprender, pero
deliciosa.
¿Deliciosa? que palabra tan ridícula para definir el miedo de lo que
no sabes, tan poco cercana a esa sensación salvaje que nace entre las piernas,
que se enrosca, se encorva, se eleva. Habla. Porque la masturbación dice tantas
cosas que si puedes escucharlas, el mundo cambia para siempre. Te habla sobre
tu cuerpo, lo poderoso de la piel recién nacida. Y tu poder. La capacidad de
crear y maravillarte de ese secreto que habita en “ese” lugar que tanta gente
considera “pecaminoso”, “Sucio”, “escondido”. Y te sorprendes que eso que
esconde, el secreto que guarda tu propio misterio, es placer puro.
De manera que si sabía lo
que ocurría entre Emmanuelle, salvaje y bella y el desconocido pasajero que la
tocaba, que la hacía gemir y gritar. Lo que me sorprendió fue comprender que
alguien más lo hacía, que alguien más sabía el secreto y que eso, tan
inquietante que hacia gritar a la mujer del libro y que a mí me había asustado,
era placer. Era sexo. Era bondad, era creación, era algo gigantesco, como una
idea que brota con dificultad de tu mente, como si siempre lo hubiese sabido,
sospechado, deseado. Paladeé la escena, asombrada, entre sonrisas, maravillada
con la plenitud de Emmanuelle, con sus ojos entreabiertos en la oscuridad, con
su libertad.
Porque se trata de eso ¿Verdad? La masturbación es libre, la
masturbación es esa línea invisible que se muestra y se esconde, lo que
necesitas, lo que habla tu cuerpo, lo que escuchas en él. Es poder, en
definitiva, un poder tan enorme que desconcierta, que golpea una región de tu
mente tan íntima que no tiene nombre. Allí, donde habita lo salvaje. Allí,
donde habita el misterio del sexo, esa conexión enorme del yo y algo tan difuso
como elemental. Deseo.
Una vez escuché que solo
el 60% de las mujeres se masturban, lo cual equivale a decir que el 40% no lo
dice. Porque dudo que alguna mujer no haya despertado alguna vez en la mitad de
la noche para mirarse con los dedos, para tomar una bocanada de aire y hundirse
en sí misma. Cuando me obsesioné con el tema – porque me obsesioné con la idea
por años – e investigué y comencé a preguntar, encontré un mundo femenino
desconcertante. Un mundo que no tiene el menor parecido con la masturbación
masculina, esa otra cara de la moneda del mismo tema.
Porque para la mujer, es
un enfrentamiento contra la norma, contra ese deber ser que subsiste en algunas
regiones de la memoria. Porque para buena parte de la cultura, la mujer no se
masturba. La mujer no necesita masturbarse. La masturbación de la mujer es un
deseo, una idea. Y quizá el acto de furia más fuerte al que una mujer puede
enfrentarse. Porque durante siglos, la mujer no era sexual, no ambicionó el
sexo, no disfrutó del placer. La mujer era esposa, era madre, era hija, era
feligrés. Pero la mujer no era salvaje, ni tampoco indómita. O al menos que el
hombre supiera, al menos que el hombre pudiera imaginarlo.
Yo sí puedo. En ocasiones,
sonrío ante la imagen de las hermosas damas del Renacimiento, apretadas en
vestidos y sopores, encontrando el camino del placer en su propio vientre. Sin
un hombre que aguardara por ella, que tomara las decisiones. Placer por placer.
Pequeños gemidos de labios mordidos. Y la alegría, esa alegría de lo que No se
debe hacer, de lo pecaminoso, de lo que se esconde. Me las imagino sonriendo en
los mercados, a las campesinas de tocados tirantes, a las Damas de alcurnia
envueltas en pieles, sonriendo. Todas, caminando a unos pasos detrás de marido.
Pero fuertes, el poder de comprender tu cuerpo, de la lengua secreta que el
deseo femenino parece crear.
Por eso, no me sorprendió
cuando entre el grupo de amigos, las primeras en reír ante la palabra
“masturbación” – venida a cuento sin que nadie supiera porque – fueran las
mujeres. La carcajada cómplice las rápidas miradas de comprensión. Libres, con
el secreto del placer tan cercano a la superficie que parece ser evidente, sin
serlo. También reí, por supuesto, a carcajadas, mirando a los hombres del grupo
observarnos sorprendidos, sin saber exactamente que producía aquella hilaridad.
Y es que en la tribu de mujeres, en ese círculo de Diosas mudas que habita en
cada mujer, el sexo está más allá de todo control, es salvaje, es el palpitar
de la entrepierna, la humedad del sueño, la búsqueda de respuestas. En la
oscuridad, en el silencio, en el placer, en esa necesidad de gritar: lo deseo,
luego existo.
La niña que fui, se subió
de nuevo a la silla para alcanzar otra vez el último escaño de la biblioteca y
volver a leer Emmanuelle. La adolescente que fui, miro la oscuridad y el placer
la recorrió, le reveló ciertos secretos incompletos que necesitaría años para
conocer completos. Y la mujer que soy ríe a mandíbula batiente entre amigas,
las que se comprenden, la que llevan también el pequeño secreto a todas partes.
El valor de la simple
lujuria.
C’est
la vie.
Recibido en el correo reinaldogarnica@hotmail.com que está también a su orden.
Reconocemos y apoyamos todos los derechos de la autora de éste post.
No hay comentarios:
Publicar un comentario