Sentado en el banco de una
plaza, una figura se va confundiendo con el atardecer. En sus ojos se ve la
inquietud, la duda, el miedo de quien va a enfrentar su destino. Lo ha estado
construyendo y sabe que es su momento, pero al igual que el artista, para el
enamorado el miedo le es necesario como energía que debe aprovechar para que el
mismo temor no cumpla su cometido.
¡Tranquilo, tú puedes!,
se dice sin cesar mientras se levanta, se sienta, cambia de posición y ve a una
ardilla que lleva los últimos alimentos a la copa del árbol donde tendrá dulces
sueños.
En su mente se la pasa
maquinando, soñando, inventando cosas con o sin sentido, la necesidad de un
impulso que le quite los nervios se transforma en una retahíla de cosas que desmayarían
a cualquier soso de mente cerrada.
Esas retahílas de valor
son:
Soy
el hijo del viento que viene y va, que toca el rostro de las damas, eleva los
papagayos, vuela los papeles del atareado que ha olvidado descansar a su mente
y alma absortos en un trabajo que ejercen preparándose para un futuro donde hay
posibilidad de estar enfermos porque precisamente trabajando esclavizados se
les olvidó cuidar la salud.
Me
hago certero pero no letal, preciso pero no perfecto, defensivo pero no atacante
como una escopeta de balines o un
escudo que ataca en su defensa. Siempre consciente de que jamás debo defenderme
de quien no me está atacando.
Emerjo
del pantano como la criatura a la que los excursionistas aterra antes de
develar mis intenciones. Misma que luego es atacada por una turba que jamás la
pudo entender. Y vuelvo al pantano a la espera de que lleguen esas almas
lógicas y buenas que sí existen. Así ha sido y bueno es.
Y
veo en las estrellas rostros de alegría que la historia ha construido. Son muchos,
tantos como la historia del amor en la humanidad. Y seguramente muchas más se
encenderán si acá seguimos amándonos. De lo contrario, su luz se apagará
transformando al universo en ese hoyo negro que tanto se teme y que sólo devorará
almas.
Esculpí
el mármol del estudio, con el cincel del trabajo y el martillo de la entereza. E
hice la estatua que homenajea a Dios, mis padres, mi país, mis amigos,
compañeros y colegas.
A
esa gente de la que nunca supe ni sabré su nombre pero que me regaló un "buenos
días" o me ayudó cargando mi bolsa para yo poder afianzarme bien en el
bus. Que el bien sea siempre recordado, honrado y repetido como quien talla en
un mineral las formas del bien que su arte le inspiran.
Y divagando, el hombre
ha podido drenar con las endorfinas de la inspiración todo el temor que le
invadía y trancaba su cuerpo sentado en una banca y ya acompañado por uno de
esos vetustos faroles de tenue luz que hacen su mejor esfuerzo para borrar las
tinieblas de la oscuridad y hacerlas placenteras junto a la luna.
Ya, sin excusas de
susto, convencido de que su mente puede crear alegorías que parecen alabanzas o
halagos a su sapiencia, pero que no son más que su forma buena de ver la vida,
el errante enamorado dirigió sus pasos a casa de su amada a pedir su mano.
¡Cuántas narrativas
poéticas no saldrían luego de ello!, no solamente inspiradas por la mujer que
ama y desea desposar, sino trabajadas con ella. Haciendo que dos mentes, cuatro
ojos, cuatro oídos y cuatro manos escriban las micras de la cotidianidad y el bienestar personal para realizar composiciones
que deleiten a las mentes abiertas que saben ver con el alma.
Leer y escribir son dos
acciones poderosas; conjugarlas con el observar y describir, les hacen
imbatibles. Y quien ama lee el alma de su persona amada y su entorno, le
escribe realidades con los lápices de las acciones tangibles y espirituales; le
observa para saber su sentir y le describe lo que siente para evitar paralelismos,
propulsando más bien los encuentros amorosos.
Si quieres tener valor,
búscalo donde otros jamás lo harían.
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