De
haber sucumbido ante cada apodo o intimidación por cómo soy físicamente o mis
limitaciones, me dejase caer y no supiera mi propio valor, yo tendría que ser
ahora un inepto con complejo de inferioridad.
Si
viviese en el pasado, no quisiera estar en el presente y le tuviese miedo al
futuro, viviría lleno de angustia o ansiedad.
De
haberme echado a morir por cada rechazo amoroso, -que son muchos a demasiados-,
y cayera en depresión, yo tendría que ser ahora un recuerdo en una foto con una
vela al frente; pero acá estoy.
Si
la soledad fuera del todo real, ni siquiera estaría escribiendo esto, porque no
tendría sentido incluso en la distancia virtual donde estaría solo por igual.
Fíjense
que sí de cada rechazo, insulto, desplante, carencia, palabra tonta, deshumanización
me llenase de ira o resentimiento, yo tendría que ser alguien meritoriamente
encadenado, sedado o preso.
Si
la desconfianza fuese mi credo y pusiera a prueba todos en derredor, sin entenderles mejor y
saber acoplarme de manera inteligente, sería un huraño o ermitaño que perdería
mucho de lo bueno de la vida.
En
caso de que la frustración me ganara, no querría crear, solventar ni creer en
los demás, haciéndome un paria.
Si
la inseguridad me domara, tendría millones de palabras taladrándome el cuerpo,
pero frenadas para decirlas, explicarlas o materializarlas.
Porque
si cada rechazo entrase en mi mente y corazón, que deben ser lugares
inexpugnables, sería todo aquello que no me gusta de la vida, lleno de ruindad,
reconcomio y venganza, mientras mi cuerpo se va enfermando sin solución.
Yo
tendría que ser alguien marcado por la culpa de todo lo que no hice o aquello
que fue erróneo –sin llegar a hacer daño-. Y vean, que no lo soy
Si
no supiera tomar decisiones, nada tendría, nada haría, a nadie le sería útil. Y
yo tendría que ser apartado por la gente que en mí confía.
Del
rechazo constante tendría que haberme quedado en un solo lugar y no voltear a
ver más al mundo que me rodea, con la visión de esperanza con la que se debe
vivir y morir.
De
ponerme a vivir en el pasado y en mi imaginación y sin el control debido, no
tendría creatividad, sino que drenaría reconcomios que ya son muy difíciles de
limitar, porque muchos creen que siento recelos por las negativas y que eso
llamo, cuando sólo cuento lo sucedido y de ello aprendo, río y procuro no caer
y que nadie más caiga.
La
verdad es que yo tendría que ser alguien que no genere confianza, amistad,
respeto, solidaridad, apoyo, alegría, novedad y creatividad.
Lo
bueno es que no lo soy y es gracias a Dios, a mis padres, a mis buenos
familiares, y amigos; incluso de la gente que vive así, aprendí a no imitarla y
a no tenerle pena, sólo esperar que no paguen un precio caro o que afecten a
los demás.
Para
nada soy perfecto ni soy ideal, pero soy feliz porque no le hago a nadie mal y
mucho menos a mí; entre lo poco, lo locuaz, lo astuto y constructivista, he
podido librarme de todo mal.
Lo
que yo tendría que ser de las cosas malas, jamás lo fui, soy y prometo no ser;
porque ellas no marcan pautas para que se vaya enlazando mi destino según la
escritura de Dios en mi hoja de vida.
Soy
lo que soy por encima de las cosas malas y eso, a esas cosas malas les molesta
y las destruye; cuando nada ni nadie te pueden poner el pie en el cuello y
verte derrotado, termina autodestruyéndose.
Quizá
no sea todo lo que yo tendría que ser, por aquellas cosas que no son decisión o
última palabra de otras personas; pero todo lo que yo he decidido y he querido
ser, lo he logrado.
Y
ya que queda tiempo, puedo querer y ser otras cosas más, para que mi paso por
la existencia valga y sean coas buenas qué contar allá en la eternidad.
Esto
se lo dedico a quienes por vivir en un entorno hostil o delincuencial, se
aferraron a sus buenos sentimientos y hoy por hoy dicen y profesan con orgullo
y realidad “yo tendría que ser alguien malo, pero decidí lo correcto y soy
alguien bueno”.
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